jueves, 31 de julio de 2008

Jean Laffite, último pirata varado en la mar de Sagua la Grande

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A la memoria de Francisco Canto Nores,
el poeta que soñó con piratas.
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Cerrado el capítulo de sus grandes empresas
comerciales, de los buenos piratas puede decirse,
como de las mujeres honestas, que no tienen historia.
Eliseo Diego: Noticias de Esquemeling
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La imaginería romántica hizo presa de los sagüeros en el siglo XIX; anhelaron un origen novelesco para la villa, y a falta de pretextos más convencionales, echaron mano a los piratas.

Antonio Miguel Alcover y Beltrán (1875-1915), a quien nunca me cansaré de frecuentar en la "Historia de la Villa de Sagua la Grande y su Jurisdicción (1905), dedica varias páginas a refutar lo que consideraba una flagrante inexactitud. En primer lugar, Alcover desestima la veracidad histórica de la piratería decimonónica; luego, hace la apología de los rústicos colonos y vegueros que considera legítimos patriarcas de la ciudad. Así queda zanjada aparentemente la vieja cuestión pirática, con una apelación del historiador a los jóvenes sagüeros para que defiendan "el decoro de localidad" y rechacen cualquier infundado rumor sobre los piratas fundadores.

El abismo que separa la precisión positivista de los devaneos románticos, es el mismo que enturbió en este caso la mirada de Alcover.

La Historia no debe reñirse nunca con la Leyenda -lección bien impartida por el griego Heródoto- pues donde no alcanzan los métodos de la primera, la segunda sabe cómo poblar el país que sería, sin su concurso, menos que ruina, puro llano sin árboles.
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Para singularizar unos orígenes tan nebulosos como los de Sagua, la presencia de los filibusteros me parece un recurso fascinante. La imagen de un pirata, hombre proscrito venido de las antípodas en busca de fortuna, se me presenta muy seductora, abriéndose paso con el ímpetu de su sable en la maleza oscura de aquel tiempo legendario, de naturaleza tan distinta al tiempo histórico.
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La anéctoda más difundida en las postrimerías del siglo XIX la recogió Alcover de manos de Francisco Canto y Nores, poeta que se dejó conquistar por el recuerdo de Morgan, Drake y El Olonés. Es una narración bastante truculenta sobre los mentados tesoros del Mogote y el expediente habílisimo que usara el segundo a bordo de un bergantín corsario para hurtar el oro al resto de la tripulación.
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Lo que pueda haber de cierto en todo esto -peripecias contadas por comadres en noches de ocio y jactancia de "carcamanes", según la opinión lapidaria de nuestro historiador- ya no es esencial. Basta, para los fines dilucidadores del imaginario, que se hayan trazado aquí derroteros de tesoros en cada playa y caverna de la costa sagüera. Francisco M. Mota, investigador de las tradiciones marítimas cubanas, cita a Sagua la Grande como uno de los sitios más frecuentados por los ladrones del mar, circunstancia irrefutable sobre todo si enarbolamos como referencia la obsesión sobre las incursiones piráticas en la memoria de los sagüeros.
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Recientemente supe de otra "leyenda" que, a diferencia de las más antiguas, siempre nebulosas y anónimas, tiene autor y pretensiones de verosimilitud. Rafael Rasco, escritor sagüero, profesor universitario en Long Island, afirma haber heredado este reporte de presencia filibusteril en los cayos de la bahía de Sagua de su propia abuela, que a su vez lo había oído hacia 1895, como singular confidencia, de labios de su amiga María, que confesó ser la hija del célebre Jean Laffite, a quien Lord Byron, seducido por su carácter irreductible, dedicó un poema.
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Doña Mariquita le contó a la abuela de Rasco que su padre, el Rey de Barataria, luego Defensor de Nueva Orleans, último pirata de veras grande en los anales del filibusterismo caribeño, se instaló en cayo Cristo, enclave deshabitado, hacia 1821. Hasta ese islote paradisíaco de aguas verdeazules trasladó a Madame Laffite, de soltera Dubois, educanda de las ursulinas nacida en Luisiana que renegó de su familia para seguirlo al exilio. La leyenda incluye además un misterioso clavicordio, distracción recurrente de Marie cuando el marido se hallaba de correrías, en contrabandos y tráfico de negros. En uno de aquellos viajes, Laffite desapareció. Hoy se barajan numerosas hipótesis sobre su último paradero.
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Para colmo de sorpresas, he hallado un documento oficial sobre las acciones navales norteamericanas desde 1798 que consigna, sin ninguna ambigüedad de interpretación, el desembarco de fuerzas británicas y yanquis en Sagua la Grande con el fin de capturar piratas, donde además se alude a una "pirate station", "on the northweast coast of Cuba".
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Entonces, Antonio Miguel Alcover, positivismo aparte, Auguste Comte ya en el cielo, ¿hubo piratas en Sagua? ¿Sí o no? La respuesta más concluyente está seguramente deshecha bajo la arena de algún cayo: es un clavicordio roto que antaño intentaba conjurar la soledad del destierro en estos parajes sagüeros hace dos siglos.
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jueves, 24 de julio de 2008

Insólito retrato de Mary Truck

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Sobre La Albina, misteriosa cortesana que debe sobrevivir todavía en algún refugio incógnito de Sagua la Grande, fue la primera referencia conseguida en mi empeño de biografiar a María Camión. Hasta me señalaron la probable ubicación de esta dama, ya anciana, en la acera este de la antigua calle de la Merced entre Misericordia y Jesús, piadosos apelativos que correspondieron en tiempos coloniales a las actuales vías de Máximo Gómez, Marta Abreu y Enrique José Varona, un general, una benefactora y un filósofo; así de veleidosos son los apelativos, corroídos cada vez por el tiempo. Dígalo María Camión, a quien muy pocos recuerdan en la fecha por otro nombre que no fuese su alias de guerra. Tal vez La Albina sepa cómo prefería que le dijeran en privado, cómo gustaba de presentarse, lejos de la vida pública, ante sus novatas pupilas. No me detendré hasta averiguarlo.
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Manolo Borges, septuagenario algo fisgón que tiene su propio parque vespertino para urdir ciertas crónicas -el viejo socarrón- sobre el pasado de la ciudad, me remitió a la cortesana sobreviviente con una malévola bocanada: Ah, la Camione! Yo conozco a la que fue su rival y sucesora: Albina le decían. Según él, esta digna mujer -conste que no lo digo con ironía- solía ser una de las más elegantes de su tiempo, no sin algún esnobismo en la indumentaria y en las maneras. Se paseaba en un coche tirado por caballos, a la señorial usanza de la Villa del Undoso; jamás se le vio a pie. Fue una mujer de donaire tan renombrado, que aún debe conservar el encanto, a pesar de la revancha de los años; yo sé que la encontraré. Dar con ella equivaldría a resucitar, de primera mano, la estampa de nuestra María.
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¿Perteneció esta Albina a la casa de María Camión? ¿Qué vínculo las unió? ¿Fue su díscipula, colaboradora, socia, amiga o émula inconciliable? Todo esto me propongo averiguar. Mientras tanto, sí he alcanzado a conocer a algunos hombres que aceptan haber frecuentado, cincuenta años atrás, la mansión solariega de los ex gobernadores de Sagua, donde asentaba su dominio María Camión a mediados del siglo XX, en el ocaso de su carrera.
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María fue una mujer muy decente -así me han dicho; en mi asombro por el calificativo convencional, asentí a la elogiosa evocación de mi interlocutor-, siempre de buen humor, comprensiva. Era una mulata corpulenta, -oh, sorpresa; tampoco esperaba esto-, bien erguida para sus años. Dirigía la casa, que era bar y asilo de sus muchachas, asistida por un hijo suyo. María -el antiguo cliente parecía regocijarse en este punto del relato- nunca se negó a seguirnos en cualquier ocurrencia y siempre estaba dispuesta a organizar cenas y francachelas. Que Dios guarde su memoria -concluyó.
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Mi sencillo testimoniante, que sin duda fue cliente de bolsillos rotos, no conoce la pequeña gloria literaria que ha merecido en la posteridad el nombre de María Camión.
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Enrique Núñez Rodríguez (Quemado de Güines, 1923-La Habana, 2002), famoso autor de memorias, recuerda cómo los estudiantes del Instituto de Segunda Enseñanza de Sagua la Grande, para alardear de refinados y encubrir la asiduidad al burdel, inventaron otro alias para la añeja matrona: le decían Mary Truck, truco tan ingenioso al menos como la clave de los choferes de alquiler, voceada cada domingo en el parque de Quemado: !A guasa a garsín! Invertidas las sílabas de cada palabra, deshecho el criptograma, puede leerse una imperiosa invitación al célebre chateau de madame Camión.
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Cuenta Enrique que los quemadenses tenían atroz envidia a los sagüeros por las razones más disímiles: porque Sagua era partido judicial y ellos apenas fueron siempre término municipal; porque el cauce del río Manacal podía medirse "con latas", y en Quemado había sólo una prostituta y un poeta mediocre que rimaba "Quemado" con "melado", mientras que Sagua, altiva metrópoli, contaba con el burdel de María Camión, el célebre cauce del Undoso, al que habían cantado -al río, no al bayú, se cuida de aclarar el escritor- literatos de tanto fuste como Plácido y Jorge Mañach.
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Mientras releo a este divertido cronista, evoco a la Mary Truck de principios de los cuarenta, que no fue la juerguista empedernida que uno tiende a imaginar en la vertiginosa crónica; más bien ensimismada y sumamente cortés debió comportarse -"mujer decente"-, hecha al estoicismo prudente que los años instauran en la gente juiciosa. A la larga, he sacado en limpio de la conversación de mis testimoniantes, fue superada la popularidad de aquel establecimiento por la lozanía de Bohemia, una rubia suculenta del mismo vecindario, soez y convidante con sus pechos bovinos, a la caza de clientes en el portal...
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De María quedará el apelativo, y aquella mirada que sabía diluir el paisaje en un ademán conmiserativo, como una singular filósofa que por los vericuetos del cuerpo llegó al alma, y solía absolver a los apresurados jesuitas que cruzaban El Triunfo, en pos de su torre gótica, persignándose a la vista de la esfinge en su cuerpo.
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Voy tras La Albina, aunque no sé si será pertinente ahora. He recontruido, casi sin quererlo, sin albedrío, mi propio retrato de María Camión.
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Nota: El cuadro de Gustave Courbet, Les demoiselles des bords de la Seine (1856), traducido siempre como "Cortesanas al borde del Sena", alude extrañamente al paisaje de Isla Verde, sitio singularísimo de la Villa del Undoso, promontorio en un recodo del río, justo frente a la antigua calle de tolerancia, residencia perpetua de doña María Camión.

domingo, 20 de julio de 2008

La cofradía de Bomarzo

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Puesto en el trance de confesar la paternidad de la idea, he de decir que la hermandad de Bomarzo no es ocurrencia mía. Alexei Ruiz, arcipreste, sugirió su fundación hace años, cuando todavía yo no había conseguido penetrar en el Sacro Bosque; entonces, Vicino Orsini no representaba para mí el arquetipo que luego vino a ser, el símbolo carnal de nuestra búsqueda, una alegoría corpórea de nuestro andar infatigable en pos de la justificación y el entendimiento de la propia naturaleza dispar y sedienta.
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¿Quién fue Pier Francesco Orsini, duque de Bomarzo? La pregunta remite a un universo de desdoblamientos: fue un aristócrata renacentista, un asesino, el jorobado ridículo que sus hermanos hermosos escarnecían, el extraño escarnecedor del tiempo, el mago, el constructor de un tortuoso jardín sembrado de marcas esotéricas.
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He acudido a las páginas de Bomarzo en tres ocasiones; la primera casi me cuesta un canje ominoso: mi cuerpo por el libro; mi alma por la gracia de leerlo. Sin conocer a Orsini, asumí cierta amoralidad renacentista, y lo obtuve. Han transcurrido después de aquella lectura poco menos de diez años.
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Cuando supe que la novela de Mujica Lainez era una biografía, naturalmente desconfié. No supieron explicarse; debieron decirme, con más precisión, que Bomarzo es una autobiografía; la disección de un alma realizada por sí misma: el autor y el narrador asumen el mismo rostro, y la asunción es absolutamente verosímil. El horóscopo de Sandro Benedetto prometía inmortalidad al duque, aunque no precisaba la naturaleza de su eternidad; me parece más misteriosa la profecía de la monja de Murano: "después de un tiempo que no lo mide lo humano, el duque se mirará a sí mismo". Esa mirada transepocal, a manera de examen totalizador hecho al margen del tiempo, es el libro que ahora se nos permite leer; la justificación por el arte, como en una claúsula de la filosofía de Schopenhauer, que habrá de sacralizar y eternizar definitivamente la desgarrada existencia del jorobado que consiguió vencer al tiempo.
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¿Por qué, me preguntará algún lego todavía no convertido a la certidumbre de los cofrades de Bomarzo, sitúas a Orsini en los altares de la veneración y te descubres ante su rostro? Error: no me descubro ante su rostro, sino en su rostro. Siento en mis rectas espaldas la pesadez de su joroba; en mi andar, su cojera; en mis sueños, la venganza de la inmortalidad que reside en la obra, en la piedra, en el olvido...
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Estos son los únicos requisitos exigidos para ingresar en la cofradía de Bomarzo: reconocerse en el escarnio, en el objeto del menosprecio del mundo; empinarse para vencerlo -al mundo- a costa de cualquier rubor; tropezar, beber del cieno; buscar la luz en la tiniebla más densa, asumir que nunca se le ha visto aunque el sol hiera las sienes; por último, confiar la salvación a lo más telúrico que nos habita, a ese monstruo de adentro que no puede morir y es capaz de hacernos engendrar un poema.
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Un libro de rocas. El bien y el mal en un libro de rocas. Lo mísero y lo opulento, en un libro de rocas. Lo que me había estremecido de dolor, de ansiedad, la poesía y la aberración, el amor y el crimen, lo grotesco y lo exquisito. Yo. En un libro de rocas. Para siempre. Y en Bomarzo.
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Con la venia de Alexei Ruiz, declaro constituída la cofradía. El que se atreva a dejar lo circunstancial fuera, que avance hacia la garganta del Orco.
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domingo, 13 de julio de 2008

Una Inmaculada. Cornejo y Aldo Manucio

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Para Astrolabio, una inmaculada que habrá de multiplicarse
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He visto cómo el pasado nos hace obsequios. Los que viven sujetos al presente no entenderán bien el aserto. Dirán que se trata de objetos que siempre estuvieron ahí, desde antaño posesiones nuestras, heredad siempre disponible para la veneración o la indeferencia.
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Pero yo me refiero a súbitas sorpresas que nos hace el pasado, extrañas revelaciones que trastornan nuestra relación con los caros objetos y los invisten de inusitada novedad, como si un reciente barniz los renovara ante la mirada. Lo cotidiano deja de serlo para tornarse extraordinario. Esta clase de obsequios del pasado obra con los objetos más ínfimos y es un privilegio reservado únicamente a las naturalezas aficionadas a escudriñar; es raro que el azar común propicie uno de estos redescubrimientos; siempre son obra de búsqueda, de la pasión. Nadie se entera de que el libro viejo guardado en el desván por los abuelos es un incunable si no va a revisarlo otra vez. Esto me pasa con las cosas de Sagua; por eternas la gente no repara en ellas, la cotidianidad las evapora, se tornan invisibles; basta, empero, una sacudida del tiempo para que muestren su esplendor y nos dejen ver entonces toda la sacralidad que ha implicado la posesión. Esto es un obsequio del pasado.
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En 1859, la prensa clerical de La Habana publicó esta nota:
Magnífica imagen de la Inmaculada Concepción.- Una persona respetable de Sevilla se ha servido comisionarnos para enagenar en esta capital una suntuosa imagen de la Vírgen Inmaculada, cuyo producto se destina a una obra piadosa. Dicha imagen es original del célebre escultor Cornejo, autor antiguo y de gran nombradía. Para las personas inteligentes basta anunciarles el autor de una obra, para que prejuzguen acertadamente de su mérito; pero para las que no lo sean, podemos asegurarles que dicha imagen es de un mérito artístico indiputable, á lo que se reune la magnificencia del vestido, blanco y oro, tallado en madera, lo mismo que el manto azul celeste, con adornos tambien dorados. La estatua descansa sobre un bellísimo grupo de nubes y serafines, sirviendo de pedestal una riquísima peana, toda tallada y dorada, de más de una vara de altura. El aspecto de la Vírgen rebosa de celestial pureza, y sus manos juntas hácia el lado de su corazón sacratísimo, parecen convidar á los mortales á refugiarse en aquel santuario de amor y tabernáculo de todas las misericordias. Al contemplar extasiados aquel rostro de maravillosa hermosura, nos pareció oir de sus purísimos labios: “Fui ensalzada como cedro en el Líbano, y como ciprés en el monte Sion: estendí mis ramos como una palma de Cades, y como un rosal de Jericó… Despedí olor como el ciniamomo… y exhalé suavidad como aromática mirra…” Pero olvidábamos que escribíamos un simple anuncio ¡tan imposible es al corazon católico no embriagarse de ternura al hablar de María…!
Las personas ó corporaciones que deseen ver dicha imagen y tratar su ajuste, se servirán pasar á la casa núm. 59 calle de San Ignacio, ó á la de Aguiar núm. 106. Las cartas del interior de la Isla sobre el mismo particular, podrán dirigirse tambien á dichos puntos.
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Siempre me intrigó que la inmaculada del altar mayor en la iglesia de mi infancia fuese una estatua barroca. La parroquial de Sagua la Grande, cuya edificación comenzó en 1856, fue diseñada y construida por el arquitecto belga Jean Baptiste Couspeire, con la aspiración de constituirse en modelo de la estética neoclasicista por entonces en boga. Pichardo, el famoso geógrafo y lexicógrafo, visitó Sagua apenas en 1857, un después de comenzados los trabajos, y dejó consignada en su crónica de viaje el majestuoso aspecto de la fachada con su pórtico de columnas toscanas. Ramón de La Sagra, erudito español que vino en 1860, declaró sin ambages en una carta pública que se trataba del "templo más bello de la Isla de Cuba", y además que "sería hermoso en cualquiera parte del mundo".
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En el inventario de los tesoros artísticos de esta iglesia, compilado por Alcover en su extensa "Historia de la Villa de Sagua la Grande y su Jurisdicción" (1905), se establecen las procedencias de cada uno de los elementos decorativos importados por la ostentosa burguesía sagüera de 1860: el púlpito y los aguamaniles de la nave principal, vinieron de Carrara, la célebre cantera italiana; la pila bautismal, con hermosas guirnaldas y motivos clásicos, fue obsequio de la condesa de Moré, que también la encargó a Italia; los confesionarios adquiridos en Nueva York, antes habían sido tallados en Bélgica; el altar mayor, por su parte, considerado una obra maestra de sobria majestad, fue encargado a un escultor norteamericano que se encargó de viajar hasta aquí para supervisar su colocación. El historiador no dice nada de la inmaculada. Sólo que procedía "de Europa" -un espacio geográfico bastante ambiguo- y que la corona de plata sobredorada que lleva es "obra del platero Alejandro Ramírez". ¿No consultó Alcover la prensa religiosa de la época? Me consta que sí, pues en todo lo que se refiere a la consagración de la nueva iglesia siempre cita al periódico donde fue publicada la nota de arriba. Después de Alcover, considerado autoridad inapelable -lo que el no pudo averiguar, ninguno podría, han pensado siempre los sagüeros-, nadie se ocupó de indagar sobre estos orígenes. Por suerte, en una de mis pesquisas trasnochadas, reapareció la inmaculada; otra vez intocada y espléndida, como recién desembarcada de Sevilla.
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Dice "La Verdad Católica", en la página 567 de su colección de 1859:
Venta de una imagen.- La hermosísima efigie de la Inmaculada Concepción, obra del célebre Cornejo, que anunciamos anteriormente nos habia sido remitida de Sevilla por una persona respetable, para su enajenación en esta Isla, ha sido adquirida por la Junta Parroquial de Sagua la Grande, en la cantidad de ochocientos cincuenta pesos, para colocarla en el altar mayor de la margnífica Iglesia, que bajo la misma advocación de la Inmaculada Concepción, se está construyendo en dicho pueblo. No podemos ménos de aplaudir el celo y entusiasmo de tan benemérita Junta, de su digno presidente, el Sr. Teniente Gobernador D. Juan Casariego, y del Sr. Cura Párroco, que no omiten gastos ni sacrificios para que la nueva Iglesia sea una de las más notables de la Isla por su bella arquitectura y riqueza ornamental. De seguro la Imagen adquirida contribuirá al mayor realce de dicho templo. Nos es tanto más satisfactoria la enagenación de la referida Imagen, cuanto que la obra piadosa á que se destina su producto en Sevilla, recibirá nuevo impulso con la remesa de la cantidad en que aquella ha sido vendida.
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Hace 150 años nos regalaron una inmaculada salida del cincel de Pedro Duque Cornejo, una virgen voluptuosa que parece henchida por una rara brisa del siglo XVIII. Y es ahora que venimos a saberlo. Ah, pero no es tarde para agradecer el don, el obsequio del pasado; esto es, como decía Eliseo Diego de uno de sus libros, "una invitación a estarse atentos"; ahora conviene echar la casa abajo, hasta el último baúl. ¿Quién me asegura, después de esto, que el breviario polícromo de mis tías abuelas -un libro verde que vi en la gaveta del fondo- no salió de la imprenta veneciana de Aldo Manucio?
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domingo, 6 de julio de 2008

Poesía en la picota. Pálida sombra de la Avellaneda

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Es el tiempo el criterio definitivo del juicio. Este axioma, que se me antoja de Perogrullo, contiene una precisión inobjetable y, a la vez, una flagrante injusticia. El tiempo, a veces, se equivoca y sepulta. En estos casos, aunque tardía, siempre llega la revisión; y hay que consentir que algunas de estas revisiones marcan el tono de otra época. Verbigracia, la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, restituida en el siglo XX. Para decantar y pulir de lo pereceredero, sea bienvenido el tiempo; para justificar lo banal de los días que corren bajo el pretexto de actualidad y moda, sea anatema. Ante esta reflexión un poco inflamada viene a corregirme Borges con su dístico "A un poeta menor": La meta es el olvido:/ yo he llegado antes.

A Gertrudis Gómez de Avellaneda (Puerto Príncipe, 1814-Madrid, 1873) le ha correspondido un singular destino: en ningún modo olvidada, convertida en leyenda por lo novelesco de su biografía, con rango de literata mayor, se le escatiman lecturas en nuestros días; se le trata como a una antigualla. De su novela "Sab" se dice que es la primera pieza narrativa de intención abolicionista -sin constituir una obra de tesis- que se escribió en el siglo XIX; el soneto "Al partir", escrito al momento de emigrar a España, ha sido antologado entre las mejores poesías cubanas de todos los tiempos. Estas virtudes otorgadas por el tiempo y sus consecutivas revisiones, sin embargo no han bastado para garantizar lectores a la Avellaneda, y si lo avellanedino se disuelve en una retórica de sabor algo añejo en lo que concierne a su poesía, según la opinión consensuada de todos sus críticos, ¿cómo leerla sin el prejuicio de lo escrito al cabo de 135 años?

Primero escuché hablar del carácter singular de Tula, sus arrestos de mujer impetuosa y los inevitables infortunios, sin haber leído todavía sólo un verso suyo. Sus dotes poéticas han sido puestas en la picota del siglo retórico que reverenció la herencia de Meléndez y Quintana. José María Chacón y Calvo se muestra inapelable en este punto: "Es menester que se diga de una vez y con voz alta: la verdadera Avellaneda, la Avellaneda de la posteridad, está reducida a una corta serie de composiciones..." Max Henríquez Ureña, minucioso historiador de las letras cubana, es categórico: "su poesía ha envejecido con el tiempo".

La historia de la literatura, disciplina siempre errática, ha situado a la Avellaneda en un paradójico enclave: cubana por nacimiento y convicción, pero reclamada por los españoles desde Menéndez y Pelayo hasta nuestros días; romántica contumaz de la casta de Lamartine y Chateaubriand, a la vez que retórica aficionada a la pompa de Gallego y Quintana. Así se refugia la Avellaneda en un ambiguo predio literario y geográfico que casi le cuesta la posteridad, aunque las peripecias de su vida tengan rango de leyenda.

Mi interés por Tula es reciente. Apenas ha transcurrido una semana desde que encontré en la "Noche de los Libros", pequeña feria de verano que se celebra en algunas ciudades cubanas, un tomo de la célebre correspondencia de la poetisa con Ignacio de Cepeda (Cartas desde la pasión, Colección Voces, Editorial Letras Cubanas, s/a). Lo he leído con el gozo afiebrado de los descubrimientos.

Los amores de Gertrudis y Cepeda son tal vez el episodio más alto de la leyenda de Tula. En estas cartas puede beberse mejor que en "Munio Alfonso", "Espatolino" y "La baronesa de Joux" -obras famosas de la Avellaneda- lo que tiene de imperecedero el porte de esta mujer dotada para experimentarlo todo sin medianías como no lo hubiera soñado nunca, ni de pasada, Madame Staël, una de sus escritoras admiradas.

En su epistolario, pudiera parecer que Tula decae en los sitios comunes del romanticismo; si lo hace -pienso yo- es absolutamente orgánica y nunca suena a pose. Veamos un pasaje de la carta fechada en Sevilla el 15 de abril de 1840, que señala uno de los giros en el tono de la correspondencia, un ajuste de tono alusivo a los vaivenes de su relación con Cepeda:

En la separación acaso eterna a que pronto nos veremos condenados, será para mí un consuelo recibir algunas cartas de usted y dirigirle las mías; pero es preciso para que esta correspondencia esté exenta de inconvenientes determinar su naturaleza, amigo mío. Nuestras cartas serán las de dos amigos, no amigos como lo hemos sido en algún tiempo, porque aquella amistad era una dulce ilusión; la de ahora será más sólida porque no será hija del sentimiento, que antecede al amor, serálo, sí, de aquel que sobrevive a él, y que se funda precisamente sobre sus desengaños. No sé si hablaría así otra mujer en mi posición con respecto a usted; pero ya he dicho mil veces que no pienso como el común de las mujeres, y que mi modo de obrar y de sentir me pertenece exclusivamente.

Usted me ha dicho, juzgándome por ajenas opiniones, que soy inconstante, y yo, sin negar que en cierto modo merezco este nombre, me atrevo a asegurar a usted, con la franqueza que me caracteriza, que no lo he sido nunca con usted, ni podré serlo en ninguno de los afectos que justa y profundamente haya sentido mi corazón. Pero soy, como ya le he dicho a usted, incapaz de imponer cadenas al sentimiento más espontáneo y más independiente, ni de admitir como amor todavía lo que ya no es más que el esfuerzo de un corazón noble y agradecido que quiere engañarse a sí mismo. !Cuán poco me conoces, Cepeda, si has pensado un momento que podía yo imitar a aquellas que cuando cesan de ser amadas aún quieren oprimir con el peso de su cariño! Porque el amor que ya no se participa no es un bien; no, es un mal, una tiranía.

Con el espíritu de su siglo, la Avellaneda, contumaz romántica, anticipa convicciones que aún no exhibirán en su discurso escritoras muy posteriores; se convierte ella misma en heroína novelesca de raro carácter, dispuesta a encarar al hombre con una plenitud de alma que ninguno de sus amantes pudo corresponder: a todos empequeñeció su timbre lapidario y el fuego de su palabra. Hasta Martí quiso verle algo viril ("No hay mujer en Gertrudis Gómez de Avellaneda: todo anunciaba en ella un ánimo potente y viril; era su cuerpo alto y robusto, como su poesía ruda y enérgica; no tenían las ternuras miradas para sus ojos, llenos siempre de extraño fulgor y de dominio: era algo así como una nube amenazante. Más: la Avellaneda no sintió el dolor humano: era más alta y más fuerte que él; su pesar era una roca...") sin notar que aquel siglo no estaba preparado para ella, que como no la aceptaron en la Real Academia Española, tampoco podrían aceptarla como la transgresora madre soltera que fue, como la amante del ingrato Tassara y enamorada empedernida de Cepeda, los hombres que no la merecieron.

Sin menospreciar su producción teatral y novelística, en las cuales hay risa y lágrimas todavía para el que pueda separar las esencias de lo contingente, ha de quedar la Avellaneda epistológrafa, la autora de esos textos tan compenetrados con su drama y, por ende, auténticamente sobrecogedores. En cuanto a su poesía, hay páginas que se salvarán siempre, pese al juego oratorio y la estampa de ocasión. De sus cartas he tomado este soneto, destinado por ella a publicarse en "El Anfión Matritense". Lo he preferido a otras piezas más conocidas porque es muy afín a la indagación sobre el tiempo pasado y la memoria, y contiene además una hermosa apelación al olvido, cualidad tan misteriosa, al menos en poesía, como el don de recordar.

¿Serás del alma eterna compañera,

Memoria triste de fugaz ventura?

¿Por qué el recuerdo interminable dura

Si fue la dicha ráfaga ligera?...

Tú !negro olvido! que con hambre fiera

Abres para el amor tu boca oscura,

De glorias mil inmensa sepultura

Y del dolor consolación postrera;

Si a tu extenso poder ninguno asombra

Y al orbe riges con tu cetro frío,

!Ven!, que su Dios mi corazón te nombra.

Ven, y devora este fantasma impío,

De pasado placer pálida sombra,

De placer porvenir nublo sombrío.