jueves, 13 de mayo de 2010

Adonde conduce la ceremonia de verter las aguas de la cabeza

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La azotea de esta casa vetusta suele acumular en época de lluvias un charco encima de mi habitación. El agua sobre la cabeza ya es el colmo. Como si no bastara “la maldita circunstancia del agua por todas partes”. Para evitar que esas aguas instrusas acaben por horadarnos el techo, se practica en mi familia el rito de subir, escoba en mano, a barrer las rasillas. A veces dudo sobre las razones de esta perseverante costumbre. ¿Será que hemos acabado por hallarle placer a la ceremonia de verter las aguas ociosas que se acumulan sobre la cabeza?

En uno de estos ascensos me asomé a las almenas del cható, obra del extravagante doctor Hernández. En mi calle se le conoce como “El dispensario”, y se afirma que sirvió de clínica para tísicos a principios del siglo XX.

En una entrevista que le hicieron a Manino Aguilera poco antes de su muerte, el viejo periodista aseguraba que su abuelo –el doctor Hernández- había construido el raquítico castillo a imitación de la villa de Joaquín Albarrán en Arcachón. Pero Manino tenía sus mitomanías.

Muchos años antes de que viniéramos al vecindario, el edificio ya se había convertido en una cubana ciudadela, curioso término de la arquitectura militar que alude recintos amurallados y en Cuba se adjudica a decadentes mansiones fragmentadas hasta lo infinitesimal para uso de varias familias.

En el cható de mi infancia vivían Pucha Cartapila y sus descendientes, un clan de locos que nos aterrorizaba con soliloquios monocordes. Pucha -¿de origen jamaicano?- hacía sus peticiones con una cortesía casi británica: “Míster, un peso, please…”

Los Cartapila habitaban el pabellón del centro. En la planta baja tenían una montaña de estiércol. Arriba, donde estuvo el escritorio del doctor Hernández, dormían en camas ordenadas en larga fila. Una vez, después de un hucarán, subimos a la azotea de los Cartapila para ver pasar un helicóptero que escudriñaba la inundación en el barrio de La Gloria. Fue la última vez que visité los antiguos salones privados del doctor. Al poco tiempo, los locos monocordes obtuvieron una vivienda y saquearon el cható, incluidos los horcones que sostenían los muros; el pabellón central se hundió para siempre.

Sobre todo agradecimos el traslado de Coco Cartapila, cuyo nombre de pila es Albertico Pons Luaces, uno que solía estremecernos cuando golpeaba la aldaba de mi casa. Mi papá le inculcó la dignidad de su nombre, pero la ciudadela no respetaba sus apellidos y le inventó un nuevo mote: Alberto Pon-mierda Lo-hace.

Después de tanto tiempo me he asomado a las almenas, como decía antes de la última digresión. He sopesado lo que hay detrás, un charco semejante al mío, que se evapora lentamente, pues no hay quien saque la humedad de la cabeza a los habitantes del cható.




Han vuelto las lluvias. Ahora mismo siento el olor del pavimento mojado. Mañana tendré que reanudar el rito. Subiré a observar el estrago de la humedad, a contener inútilmente, como fatigado Sísifo, el derrumbe de mis pretiles.
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5 comentarios:

Anónimo dijo...

La lluvia aclaro ritos y misterios olvidados, incluso los de empujar eternamente el peñasco a la montaña.
No escapamos del eterno retorno, incluso con la maldita agua por todas partes.
Un placer leerte.

Anónimo dijo...

Dos veces incluso no sera demasiado.
Siendo las 3:10 am ¿se perdona?

un saludo

Anónimo dijo...

te escribi..te ha llegado? a donde puedo escribir,nictálope?

Reinier Barrios Mesa dijo...

Hermosa entrada... como cada cosa que viene de ti.... Ojalá jamás las aguas lleguen a ser tantas, lleguen a tener la fuerza como para diluirte.... aunque se empeñen en caer sobre tu cama. Abrazo en la distancia.... R.

Anónimo dijo...

De parte de Argent, Aunque nunca me motivaron las lluvias, estas letras motivan a una chaparrón, por muy ritual que parezca.

Como estaba el balcón y los vecinos??