martes, 21 de septiembre de 2010

Rosalía Castro (1885-1922)

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A Rosalía Castro puede aplicársele la sentencia dedicada por Borges a un poeta menor: “eres una palabra en un índice”. Se le ha considerado poetisa, y apenas se han salvado parcos fragmentos de su prosa en una antología relegada. Se especuló sobre su parentesco con la autora de “Follas Novas” -¿sobrina o prima? ¿pariente ya lejana?- pero muy poco se sabe de su genealogía.

Rosalía Castro nació en Sagua la Grande el 19 de septiembre de 1885. Esta semana se cumplieron ciento veinticinco años de su natalicio. Murió joven, en La Habana, el 19 de noviembre de 1922.

Divaldo Salom, alias de un autor que no consiguió identificar Figarola Caneda en su “Diccionario cubano de seudónimos”, aludió al origen gallego de la escritora sagüera. En la semblanza, fechada en mayo de 1907 y publicada por “El Fígaro” habanero, el cronista se embelesaba con la modestia de Rosalía en el mejor estilo laudatorio de la prensa republicana, y elogiaba su iniciativa, condenada de antemano a causa de la indolencia insular, de perpetuar la memoria de los poetas cubanos como se disponía a hacer entonces España con Campoamor.

Este recorte de prensa, donde Rosalía Castro posó para el lente de Handel en su única fotografía conocida, lo guardaba Manino Aguilera –decano de los periodistas sagüeros- junto a una carta inédita de José María Chacón y Calvo que responde a una consulta sobre la olvidada Chalía.

Chacón, tan ocupado con Enrique Loynaz durante la década de 1920, le confesó a Manino su ignorancia acerca de la autora sagüera. ¿Quién es Rosalía Castro? ¿Cómo no la conozco, si dicen que solía publicar en la revista “Cuba y América” y en “Letras”, que tantas veces he revisado? Si el sexto conde Casa Bayona se hizo esas preguntas o simplemente atribuyó su ignorancia a los olvidos comunes de la longevidad, no lo demostró a su interlocutor epistolar. Se disculpó con aristocrática cortesía, agradeció el dato, aunque tardío, sobre la existencia de una poetisa casi ágrafa, y en el acto mudó el menester poético por el gastronómico para recordarle a Manino su promesa de enviarle un pargo de La Isabela. “Es uno de mis platos preferidos y hace mucho que no lo como” –explicaba el gran hispanista.

Chacón no probó el pargo isabelino; murió ese mismo año. Manino, que ya había hurtado de la biblioteca del Liceo el volumen XVI de la antología de José Manuel Carbonell y Rivero donde le dedican unas páginas a Rosalía Castro, no reparó en el oropel modernista de aquellas líneas sueltas que bastan para hacerle sitio a Chalía entre los poetas. Se conformó con subrayar un pasaje de analogías, escrito según la norma de cierta crítica decimónica:

Tuvo la tristeza ingénita de Mercedes Matamoros, la delicadeza de Luisa Pérez de Zambrana, la singularidad de la Avellaneda, la vibración de Dulce María Borrero, el temple de Aurelia Castillo; en una palabra, la personalidad complementaria, psicológica de nuestras escritoras; pero todo esto en su propia luz, una luz purísima y tenue, de misticismo profano, de teresismo secular, de fe propia, de ansia oculta y de susceptibilidad cristalina.

Creo que Carbonell, cuya medriocridad es proverbial pues no supo discernir entre la poesía perenne y la fruslería literaria, conoció bien a Rosalía Castro. Debió tratarla en aquellos días de medianía poética. Aquí pervive una imagen que no brotó de la retórica:

Su paso por la vida fue breve. Casi toda la existencia la consagró al magisterio y a las bellas letras, y murió como vivió, dentro de su mundo, como esos seres que llevan la casa a cuestas, mezclada por necesidad con el conjunto, pero no confundida. (…)

Como agobiada por un sueño retrospectivo o prematuro, más acá o más allá de la realidad ambiente, inspiraba la misteriosa simpatía de una princesa Carlota, superiorizada por recóndita finura del sentimiento que traducía tan bien, como una nota el timbre y la resonancia del instrumento, en sus deliciosos y exquisitos trabajos, todo sencillez y todo devoción.


El estro de Rosalía Castro, su vocación diáfana, late todavía en una página de claridad modernista, alborada de tintes art nouveau, con sensualidad de vals y profusos calificativos para la luz:

Olor de rosas tempranas y de jazmines abrileños subía por el jardín y bañaba en la onda suave de una caricia perfumada, el pequeño gabinete, alegre y coquetón como jaula de oro.

El sol penetraba en cálidos chorros de luz a través de las persianas, haciendo espejear el suelo de mármol blanco y reluciente.

De trecho en trecho, grandes manchas polícromas fingían bordar sobre el pavimento una complicada labor de argenteados reflejos.


Jirones de cielo azul anunciaban la gloria de un día esplendoroso.

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Notas.

Foto: Rosalía Castro, en “El Fígaro”, fotografiada por Handel.

La carta inédita de Chacón y Calvo a Manino Aguilera la conserva Adrián Quintero, albacea del historiador.
Los fragmentos de José Manuel Carbonell y Rosalía Castro proceden de “La prosa en Cuba”, Tomo V, Evolución de la cultura cubana (1608-1927), Vol. XVI, Edición Oficial, Imprenta de Montalvo y Cárdenas, La Habana, 1928, pp. 313-315.

2 comentarios:

Javier de Castromori dijo...

Me sorprendes gratamente con esta entrada : una Rosalia poetisa que no "de Castro". Esto es lo que yo suelo llamar los "personajes del olvido" que tanto me embelesan, sea por el embrujo de lo desconocido o por la necesidad de enjuiciar a la Historia y a sus humildes obreros.
Bravo !

Yamil Cuellar dijo...

Muy muy bueno!!!